Cuatro y veinte de la mañana del sábado 16 de noviembre de 2013.
– ¡Despierta! Creo que he roto aguas.
Saliendo de un sueño profundo, e intentando abrir los ojos, sólo consigo mascullar:
– ¿Qué?
– Creo que he roto aguas. Mira.
Observo una mancha de humedad en las sábanas.
– Va a ser que sí.
Intentando mantener la tranquilidad, dentro de lo posible, dejamos que pasen las horas entre contracciones y respiraciones. Mientras, en la calle no para de llover.
Rondando la una de la tarde, cuando las contracciones son cada diez minutos, nos preparamos para emprender el camino hacia el hospital. Nos hacemos un par de bocatas pequeños por si acaso, cogemos los bártulos, un paraguas y salimos a la calle.
Sigue lloviendo.
Vamos caminando poco a poco, deteniéndonos cuando se producen las contracciones, continuando con los ejercicios de respiración.
Deja de llover.
Son cerca de las dos cuando llegamos a la entrada de urgencias del hospital. Ahora las contracciones son más bien cada cinco minutos.
Entro a preguntar adónde es mejor que nos dirijamos. La señora que me atiende se pone nerviosa:
– Pero, ¿dónde está su mujer? ¡Que entre, que entre!
La busco y entramos los dos. Un enfermero busca una silla de ruedas y la sienta en ella. Atravesamos pasillos a los que sólo tiene acceso el personal autorizado; en un momento nos encontramos en el módulo de ginecología.
– Deja sus datos y cuando acabes pica en la puerta que verás ahí dentro en el pasillo. – Dice una doctora que aparece de la nada, señalando con la cabeza.
La llevan adentro, mientras yo doy sus datos en el mostrador.
Una vez acabo, me reúno con ella en un despacho.
– Vamos a comprobar si de verdad ha roto aguas. Es una prueba sencilla, en un momento lo sabremos.
Por lo que veo, básicamente miden el PH del líquido.
– Es negativo. No os preocupéis, vamos a comprobarlo de nuevo, ahora con otro método más fiable.
Esta vez la prueba tarda algo más. Desconecto. Pienso en cómo es posible que no haya roto aguas, con la de líquido que ha estado perdiendo.
– Lo siento, chicos. Vuelve a ser negativo. Lo que está perdiendo no es líquido amniótico, sino flujo. ¡Es que las embarazadas soltáis mucho flujo!
– ¿Entonces…? – Pregunta ella.
– Bueno, vamos a ponerte un rato en los monitores, con las correas, y así observamos qué tal llevas las contracciones.
Nos pasan a una habitación de preparto y, efectivamente le colocan las correas.
Uno de los sensores capta las contracciones, el otro el latido del corazón del bebé.
Pronto vemos que al llegar al hospital la cosa se ha calmado. Las contracciones son cada vez más espaciadas, aproximadamente cada diez minutos. Pero también observamos que cada treinta minutos se produce una más fuerte que las demás, durante la que parece que los latidos del corazón de la criatura se aceleran, desaparecen, vuelven a aparecer pero a un ritmo muy bajo… Algo bastante raro.
Tras unos cuarenta y cinco minutos estando los dos solos, vienen a mirar las gráficas que ha ido imprimiendo el monitor.
– Bueno, parece que se ha producido una contracción más fuerte de lo normal, que podría ser peligrosa para el bebé.
– Sí, por lo que yo vengo observando, parece que ocurre una de esas cada media hora. – Indico.
– Vaya, pues parece que no os vais a poder ir de nuevo a casa.
– Yo la verdad que lo prefiero. – dice ella.
– Bien. Pues poneos cómodos y os dejamos en observación. Hasta luego.
– Hasta luego, gracias. – contestamos al unisono.
Aparece una enfermera para ponerle una vía en el brazo.
– ¿Pasa algo si como algo? – dice ella.
– No, no puedes. La vía es precisamente para ponerte suero, para que no te entre hambre.
– ¿Y agua?
– Ummmm… Mejor no.
La enfermera desaparece.
– ¿Ves? Te lo dije. Mejor comer algo antes de salir. – chincho.
– Déjame en paz. Humedéceme los labios, que los tengo secos.
Son ya cerca de las tres. Tengo hambre. Así que me como los dos bocadillos que habíamos hecho.
Los minutos pasan lentamente. Las contracciones más fuertes van siendo cada vez más espaciadas.
De vez en cuando aparece alguien para comprobar las gráficas.
Finalmente, a las cinco de la tarde vuelven a aparecer los doctores:
– Venga. Vamos a ver si has hecho los deberes. Ponte en la camilla.
Ella se sube y le hacen poner las piernas en alto, sobre unos soportes.
Yo estoy sentado junto a ella, a la altura de su cabeza, por la derecha, mirando a los doctores de frente, mientras hurgan en su entrepierna.
– ¡Bueno, bueno! ¡Muy bien! La verdad es que no me lo esperaba, pero sí que has estado adelantando trabajo. Ya has dilatado seis centímetros, así que tienes mucho hecho.
Ella ríe.
– Vaya, y nosotros que pensábamos que nos ibais a mandar para casa… – replico.
– Je, je. Bien, pues va a ser que no. Pero estamos observando en los monitores, que parece que el bebé puede estar sufriendo en esas contracciones tan fuertes que te están dado. Así que vamos a tener que hacer una prueba para verificarlo. Se trata de una prueba en la que se pincha la cabeza del bebé para coger una gota de sangre, que luego hay que analizar. Puede parecer muy doloroso, pero no lo es, de verdad, no va a sufrir nada.
– Bueno, haced lo que tengáis que hacer. – dice ella.
– Eso sí. ¿Vas a querer anestesia?
– Sí, sí.
– Bien. Porque ahora es buen momento ya que eso nos facilitará las cosas.
A mí me echan fuera, porque poner la epidural a una mujer con contracciones no es tarea fácil.
Me siento en la sala de espera.
Pasa algo más de media hora y me vienen a buscar.
– Ya puede pasar.
Ella sigue en la camilla, aunque ya sin las piernas en alto.
La anestesista nos explica cosas a tener en cuenta y se va, no sin antes indicar que la llamemos si hay algún problema.
– Me han dicho que me mantenga en posición horizontal, porque evitará que el bebé sufra en la contracciones.
– Y, ¿ahora qué?
– Esperar.
Aparece otro grupo de médicos, liderado por una doctora.
– Vamos a hacer la prueba que os han comentado antes. No os asustéis por el instrumental. Si todo va bien será un momento.
Vuelven a ponerla con las piernas en alto y le insertan una especie de aguja.
Parece que la cosa no es fácil. Lo intenta una y otra vez hasta que consigue la ansiada muestra sin que se coagule.
Sale corriendo, mientras el resto recoge el instrumental.
Ella lo ha pasado bastante mal, a pesar de la anestesia de cintura para abajo.
Al rato vuelven los doctores.
– La prueba ha salido bien. El PH indica que el bebé no está sufriendo, así que seguimos adelante. Ahora te pondrán la oxitocina y esperaremos a ver si dilatas los diez centímetros. Pero para evitar posibles sufrimientos, te vamos a colocar recostada sobre el lado izquierdo.
Lo disponen todo y nos vuelven a dejar solos.
Me suenan las tripas. La tarde ha pasado a ser noche, aunque bajo la luz artificial y sin ventanas, nadie lo diría.
– Vuelvo a tener hambre.
– Ve y come algo, tú que puedes.
– ¿Cómo te voy a dejar sola ahora? Ni hablar.
La oxitocina va haciendo su efecto, lentamente. La contracciones fuertes son cada vez más seguidas. Los episodios de posible estrés en el bebé se repiten una y otra vez.
De repente me doy cuenta de que ella está haciendo los ejercicios de respiración.
– ¿Por qué haces eso? ¿No se supone que con la epidural no te duele?
– Algo noto, prefiero hacerlo para calmarme.
– Vale, vale, me callo.
Aparece de nuevo el grupo de doctores para hacer la prueba del estrés del bebé.
– Vemos que la cosa no mejora. Así que tenemos que comprobar si sigue bien.
Al empezar el intento de obtener la muestra, ella se retuerce de dolor.
– ¿Qué te pasa? – dice la doctora – ¿Lo notas?
– Sí… – dice ella con una mueca de dolor en la cara.
– Necesitas más anestesia. Pero aguanta, que ya acabo.
Y la doctora sigue con lo que había empezado, mientras ella me aprieta la mano intentando liberar el dolor; todo su cuerpo tiembla.
– Ahora vendrá la anestesista. – dice la doctora mientras desaparece con la muestra y los otros dos recogen.
La anestesista se asegura de que la dosis sea la correcta.
– Esta vez no debería de volver a dolerte.
A esas alturas estamos muy, pero que muy cansados, sobre todo ella.
Los resultados de la prueba indican que el bebé sigue bien.
– Como esta posición parece que no funciona, mejor vamos a recostarte sobre el dado derecho.
Y todo sigue más o menos igual. Contracciones fuertes cada cinco minutos y las pulsaciones del bebé se vuelven locas con cada una de ellas.
El reloj no ha dejado de correr. Llevamos casi veinticuatro horas sin dormir. Y una vez más se disponen a hacer la misma prueba. Pero esta vez lo intenta primero otro de los doctores, que no consigue la dichosa muestra, mientras ella no para de temblar.
La doctora que las había hecho hasta ahora lo intenta, pero también sin éxito. Dice algo a los otros dos doctores y desaparece.
Cuando regresa viene con el doctor que parece que pincha y corta, el que había dicho que había hecho parte del trabajo. Y es este el que se dirige a nosotros:
– A ver… Me temo que esto no prospera. Lleváis aquí un montón de horas y no has dilatado nada más. Las pruebas indican que el bebé no sufre, pero la última vez ya ha sido imposible recoger la muestra y no nos podemos arriesgar. Me temo que llegados a este punto lo mejor es optar por una cesárea.
A mí se me viene el mundo a bajo. Todo el estrés y el cansancio acumulado se apodera de mí. Me siento porque me quedo sin fuerzas. Y si a mí me pasa eso, no quiero ni pensar en lo que debe pensar ella.
– Bueno, hagan lo que tengan que hacer. Pero desde luego… Me podría haber ahorrado todo este sufrimiento. – dice.
– Pensad que una cesárea es una operación seria, así que siempre es mejor intentarlo de forma natural, por mucho que cueste.
– Entiendo.
– Si estás de acuerdo, firma la autorización, por favor, y te pasaremos a quirófano.
– Y… ¿yo? ¿Dónde espero? – pregunto.
– Aquí mismo. Te traerán a la niña y cuando acaben la operación vendrán con ella.
Y mientras hablábamos, un enjambre de enfermeras, camilleros, doctores, la anestesista y vete a saber qué más, se iba movilizando.
Ella volvía a temblar.
– Intenta no escuchar lo que digan durante la operación. Piensa que estás en otro sitio. Ya sé que es fácil decirlo, pero difícil hacerlo… – le dije.
– Estoy muy nerviosa. Dame un beso.
– Te quiero. Nos vemos luego. – dije tras besarla en los labios.
Y mientras ella firmaba los papeles, la sacaron de la habitación en la camilla.
Perdí la noción del tiempo, a pesar de mirar una y otra vez el reloj.
A cada poco iba a intentar hacer pis al lavabo; nada, cuatro gotas; los nervios o la incertidumbre, supongo.
Rondando las cinco y media de la madrugada apareció una doctora corriendo con un retoño en brazos, todo envuelto con un arrullo y un gorrito.
– ¡Toma! Es tuya. Enhorabuena. Cógela que tengo que irme rápido a quirófano.
Y me lo paso a los brazos y desapareció.
Y ahí estaba yo, muerto de hambre y sueño, totalmente agotado, pero al fin con mi hija en brazos.
La miré fijamente a la carita. Tenía un color casi granate, parecía de plástico. No paraba de llorar, haciendo todo el rato los mismos movimientos. Hubiese jurado que era un animatronic.
Me acerqué tanto, tanto, para mirarle los ojos, que comenzó a chuparme la punta de la nariz; lo hacía con muchas ganas, así que retiré el rostro y le metí un dedo en la boca, que succionó con fuerza.
Intenté ponérmela piel con piel, como me habían explicado en el curso de preparto, pero sin quitarla del arrullo era imposible, así que lo desestimé.
Llevábamos así un rato, yo con ella en brazos y ella chupándome el dedo, cuando comencé a pensar en cuánto tiempo había pasado desde que me la habían traído; cuánto tiempo tardarían en traer también a la madre… ¿Una hora?
De nuevo, miré el reloj una y otra vez.
Pasaban las siete de la mañana cuando por fin entró ella en la camilla, rodeada de doctores, camilleros y enfermeras. Estaba pálida, pero sonriente. Nos buscó con la mirada, pero no nos dio tiempo a decir nada.
Una de las doctoras se me acercó:
– Vaya, aquí está. ¡Mira que nos ha costado sacarte! Qué guapa eres. – dijo mirando a la niña.
– Toma, toma, cógela si quieres. – le dije. Y la cogió un momento.
Otro doctor, seguramente en prácticas, también se quedó embobado mirándola.
Mientras devolvían la niña a mis brazos, el doctor que llevaba la voz cantante hizo de nuevo acto de presencia.
– Bueno, bueno. Tengo que informaros de que la cosa ha sido muy complicada y es mi deber explicarlo. Han pasado dos cosas que no suelen pasar y que nunca pasan a la vez. La primera es que una vez realizada la cesárea no había forma de sacar a la niña del útero; parecía que hacía ventosa; así que hemos tenido que suministrar un fármaco para que se relajase la matriz y así poder extraer al bebé.
Pero la segunda ha sido la más crítica. Una vez el bebé está fuera, lo normal es que el útero se contraiga, pero en tu caso no lo hacía. Entonces nos hemos dado cuenta de que por la cirugía previa de extirpación de miomas que te hicieron el año pasado, el útero al cicatrizar quedó adherido a los diferentes órganos que le rodean, como por ejemplo el intestino. Así que hemos tenido que separarlo, con mucho cuidado. Estamos noventa y nueve por ciento seguros de que hemos podido cerrar cualquier posible fuga, pero para asegurarnos te hemos puesto un drenaje.
Aun así, el útero seguía sin contraerse, por lo que no nos era posible cerrarte. La verdad es que hemos pasado tres minutos críticos, sin saber qué hacer. Finalmente hemos llamado de urgencia a un pediatra, para saber qué podíamos suministrarte y con eso lo hemos resuelto.
Pero de verdad, nunca en la vida me había pasado algo parecido.
Tras dialogar ambos con el doctor para aclarar algunos puntos importantes, finalmente pregunté:
– Vaya… Entonces… ¿Podrá darle el pecho?
– Sí, por supuesto. De hecho la llamada al pediatra tenía bastante que ver con eso. Adelante.
Así que le acerqué la niña al pecho y la besé en los labios. Ella se la colocó junto al pezón y la niña lo buscó ávidamente; en un instante estaba mamando.
– En fin. – dijo el doctor. – Enhorabuena. Os dejamos tranquilos. – Y salieron casi todos por la puerta.
La enfermera que quedó, añadió:
– Vais a tener que estar aquí un buen rato, porque no hay camas vacías en planta. Luna llena y tormenta, parece que os habéis puesto todas de acuerdo para parir. Cuando haya una habitación libre os avisaremos.
– Gracias. – dijimos los dos. Y la enfermera salió cerrando la puerta.
Tras un rato de comentar las emociones vividas por cada uno de los dos, finalmente dije:
– Pues… creo que sería buen momento para ir a casa a por las bolsas con ropa y demás que tienes preparadas y de paso desayuno algo. ¿Qué te parece?
– Sí, sí. Ves. Aprovecha.
Así que le di otro beso y me quedé mirando un momento a la niña amamantándose.
Salí de la habitación y mientras recorría el hospital en busca de la salida, iba pensando en cómo habíamos entrado dos y en unos días saldríamos tres por aquellas mismas puertas.
Eva
Como lector asiduo que soy, te digo que tu relato me gusta mucho y que podrias
mandarlo a cualquier concurso de relatos cortos, aunque para vosotros fuese mas bien largo .
Salud para criarla.