Una mañana cualquiera

Una mañana cualquiera

Saqué el casco integral de su funda y me aseguré de que los guantes estuviesen en su interior; son azul eléctrico, fresquitos, para el verano.
Comprobé una vez más que tenía todo lo que necesitaba: las llaves de la moto, los papeles, el móvil y me dirigí a la puerta.
Tras sacar las llaves de casa de la cerradura, giré el pomo y salí al rellano. Cerré tras de mí y me dirigí al ascensor.
Pulsé el botón rojo e instantáneamente se oyó el estruendo que hace el motor al activarse en la sala de máquinas, que se halla por encima del ático.
Unos segundos más tarde, tras abrir y cerrar las antiguas puertas del sistema de seguridad arcaico, me despeñaba por el hueco del ascensor a velocidad regular, en el interior de la gran caja, con un espejo que reflejaba mi nuca, a punto de llegar al nivel de la portería.
Unos pasos más adelante, con las puertas del artefacto ya cerradas, pulsé el botón que permitía abrir el portal del inmueble desde dentro. Curioso eso de poner las cosas difíciles para salir; más de una vez me he encontrado a un pobre buzonero atrapado, sin saber cómo recuperar su libertad.
Acompañé la puerta con mi mano mientras se cerraba, para que no hiciese tanto ruido, y me dirigí calle abajo, poniendo especial cuidado al llegar a la primera esquina, por la que los coches suelen pasar a gran velocidad, sin tener en cuenta la estrechez de la acera ni el cambio de nivel al atravesar la calle peatonal, por la que yo deslizaba mis pies en ese momento.
Una intersección más y giré a la izquierda. Busqué con la mirada y localicé mi vehículo. Un par de hombres discutían a escasos dos metros.
Uno de ellos se movía nerviosamente, de un lado a otro, como si estuviese patrullando por un corto pasillo imaginario. El otro estaba prácticamente estático, pero sin dejar de mirar a su contendiente.
Saqué las llaves, retiré la pitón, abrí el asiento y puse las llaves en el contacto.
La diferencia de edad entre los dos era evidente, pero también su parecido físico, que rápidamente vi confirmado al escuchar las palabras que surgieron de la boca del menos nervioso de los dos.
Me coloqué el casco en la cabeza y enfundé los guantes en mis manos.
– Papá, por favor, no se te ocurra venir a vivir al mismo edificio en el que estoy yo. — dijo el más joven de ellos, al que seguramente no faltaría mucho para cumplir los cuarenta.
Puse la llave en posición de arranque.
– Yo puedo hacer lo que me dé la gana. — replicó como para sí mismo el mayor, mientras no paraba de moverse.
Accioné el botón de contacto y, suerte la mía, arrancó a la primera. Atrás quedaban los días en los que tenía que utilizar el maldito pedal de arranque.
– En serio, papá, esto no puede seguir así. — Continuó el joven. — El jodido no entra en razón. — Añadió, sin quedarme claro si era un comentario que se hacía así mismo o buscaba mi complicidad.
Me subí en la moto, la liberé del caballete y giré el puño del acelerador.
Mientras me alejaba, pensé que aquello no iba conmigo, era algo que tenían que resolver aquellos dos personajes que discutían junto a la entrada de la psicoclínica.