Esta tarde habíamos quedado a las ocho para hablar de nuestro viaje a Tailandia. El punto de encuentro era la puerta de un centro comercial, justo a la otra punta de Barcelona. Así que he salido con tiempo, casi una hora antes.
Iba yo contento por el camino, porque parecía que el ciclomotor funcionaba mucho mejor, después de la revisión que le había hecho el mecánico esta semana.
Paro en un semáforo; miro el reloj; todavía faltan quince minutos y ya estoy llegando.
En ese momento me doy cuenta de que ya no suena el motor.
Intento arrancarlo; hace intención, pero no aguanta.
El semáforo se pone en verde, así que me aparto.
Pruebo con el pedal… y veo que sale gasolina por la zona del carburador… ¡mierda!
Decido que ya que estoy a un par de manzanas, lo mejor es acercarme hasta el punto de encuentro.
Me quito el casco y voy empujando la moto por la acera, sorteando la gente.
Llego al sitio, justo a la entrada principal, aparco la moto e intento arrancarla unas cuantas veces más… pero no hay forma.
Todavía quedan unos minutos para las ocho, así que empiezo a buscar los datos para llamar a la grúa.
En esto que del cielo caen hasta el suelo un par de gaviotas, una de ellas con una paloma en el pico. Forcejean un poco y la que tiene la paloma termina por conseguir que la otra se marche volando.
La gaviota suelta la paloma y entonces compruebo que la pobre ya está en las últimas; así que de mi cabeza desaparece la idea de espantar a la gaviota.
Me da lástima la paloma, se la ve agonizante… tanto que deseo que la gaviota acabe pronto con ella.
La gaviota, con su pico, coge un par de veces a la paloma por el cuello, hasta que me da la impresión de que se lo parte, ya que la paloma queda inmóvil.
Finalmente la gaviota agarra a su presa y desaparece volando.
Al momento, escucho al guardia de seguridad del centro comercial, explicar a dos señoras, que por lo visto las gaviotas están en época de cría… Supongo que no es la primera vez que el hombre presencia la escena.
Ya pasan de las ocho, pero todavía no veo a nadie. Me miro las manos, que están sucias de haber tocado la moto; así que entro al centro comercial para lavármelas.
Cuando estoy bajando por las escaleras, me da la impresión de que veo a Yol en otra de las puertas.
Prosigo mi camino hasta el lavabo, en el que consigo mi objetivo.
De vuelta, compruebo que, efectivamente, Yol e Iv estaban esperando en una de las puertas laterales. Miro el reloj: son las ocho y siete minutos.
Me dicen que todavía falta una persona más. Yo les explico mi drama con la moto. Y me voy de nuevo a probar de arrancarla por última vez… pero nada.
Llamo al teléfono 900 de asistencia… y la voz grabada de una señorita me dice que el número ya no existe… Miro en la póliza: ahora es un 902.
Regreso al lugar en el que se encuentran las chicas y llamo al nuevo número. Mientras me atienden llega la persona que faltaba. Me indican que se van a la terraza que hay al otro lado del centro comercial.
Yo espero, espero y espero, a que me confirmen la compañía de la grúa y cuánto van a tardar en llegar.
Al fin me dan los datos y, para mi sorpresa, me dicen que en menos de media hora estarán aquí.
Cruzo el centro comercial por dentro y, al salir por el otro lado, me llaman las chicas desde una mesa. Me siento, con la cabeza pensando en la grúa, la moto y en el mecánico… ¡urgh!
La tercera persona es otra mujer, que protesta porque me siento sin presentarme. Me disculpo… nos presentamos… y automáticamente olvido su nombre… ¿Susana?
Sigo pensando en la grúa.
Yol e Iv hablan del viaje, de lo que han mirado, lo que han leído, lo que les gustaría; Susana hace preguntas… Yo sólo pienso en la moto.
Así que miro el reloj: ya ha pasado un cuarto de hora desde que colgué la llamada. Me discupo, les digo que la ruta que decidan me parecerá bien (es la pura verdad) y me despido.
Llego a la moto, intento arrancarla… nada… me siento en ella y, antes de que pasen cinco minutos, aparece la grúa.
El conductor para en la esquina, baja la rampa y sube la moto a esta. Le ayudo hasta que la tiene bien sujeta con las correas.
Subimos a la cabina y me pregunta el destino. Contesta con una sonrisa y me dice que le va muy bien, porque es su último viaje del día y no vive lejos de mi casa.
Cogemos la Ronda del Litoral.
Por el camino me cuenta que cada día tiene que prestar asistencia por lo menos a un coche de extranjeros, a los que pinchan las ruedas, para después, aprovechando que no pueden mover el vehículo, robarles a punta de navaja. Le pregunto y me confirma que sí, que sí, que eso pasa a diario, por la zona de las Ramblas o por la Vila Olímpica. Sólo atacan a los extranjeros, me dice; y me enseña en una libreta algunas de las matrículas que tiene apuntadas.
Hablando, hablando, empalmamos con la otra ronda, para abandonarla enseguida. En un momento llegamos a mi calle, bajamos la moto y me despido.
Y aquí me tenéis, escribiendo esto… y mañana sin moto otra vez.
¡Qué asco de tarde!